Los tuareg son nómadas, libres, sin dueños, sin ataduras, sin apegos... son un pueblo de apenas 3 millones de individuos.
Profesan el islam y aman el silencio, la naturaleza, la familia: no tienen nada por lo tanto lo tienen todo.
Son los señores azules del desierto y los amos de sus vidas.
A continuación os dejo una entrevista que concedió un tuareg al periódico La Vanguardia:
- ¿Cuántos años tienes?
- No sé mi edad: nací en el desierto del Sahara, sin papeles…
Nací en un campamento nómada tuareg entre Tombuctú y Gao, al norte de Mali. He sido pastor de los camellos, cabras, corderos y vacas de mi padre. Hoy estudio Gestión en la Universidad Montpellier (Francia). Estoy soltero. Defiendo a los pastores tuareg. Soy musulmán.
- ¡Qué turbante tan hermoso…!
- Es una fina tela de algodón: permite tapar la cara en el desierto cuando se levanta arena, y a la vez seguir viendo y respirando a través de ella.
- Es de un azul bellísimo…
- A los tuareg nos llamaban los hombres azules por esto: la tela destiñe algo y nuestra piel toma tintes azulados…
- ¿Cómo elaboran ese intenso azul añil?
- Con una planta llamada índigo, mezclada con otros pigmentos naturales. El azul, para los tuareg, es el color del mundo.
- ¿Por qué?
- Es el color dominante: el del cielo, el techo de nuestra casa.
- ¿Quiénes son los tuareg?
- Tuareg significa “abandonados”, porque somos un viejo pueblo nómada del desierto, solitario, orgulloso: “Señores del Desierto”, nos llaman. Nuestra etnia es la amazigh (bereber), y nuestro alfabeto, el tifinagh.
- ¿Cuántos son?
- Unos tres millones, y la mayoría todavía nómadas. Pero la población decrece… “¡¿Hace falta que desaparezca un pueblo para que sepamos que existió?!”, denunciaba una vez un sabio: yo lucho por preservar este pueblo.
- ¿A qué se dedican?
- Pastoreamos rebaños de camellos, cabras, corderos, vacas y asnos en un reino de infinito y de silencio…
- ¿De verdad?, ¿tan silencioso es el desierto?
- Si estás a solas en aquel silencio, oyes el latido de tu propio corazón. No hay mejor lugar para hallarse a uno mismo.
- ¿Qué recuerdos de su niñez en el desierto conserva con mayor nitidez?
- Me despierto con el sol. Ahí están las cabras de mi padre. Ellas nos dan leche y carne, nosotros las llevamos a donde hay hierba y agua… Así hizo mi bisabuelo, y mi abuelo, y mi padre… Y yo. ¡No había otra cosa en el mundo más que eso, y yo era muy feliz así!
- ¿Sí? No parece muy estimulante...
- Pues lo era, y mucho. A los siete años ya te dejan alejarte del campamento, para lo que te enseñan las cosas importantes: a olisquear el aire, escuchar, aguzar la vista, orientarte por el sol y las estrellas… Y a dejarte llevar por el camello, si te pierdes: te llevará a donde hay agua.
- Saber eso es valioso, sin duda…
- Allí todo es simple y profundo. Hay muy pocas cosas, ¡y cada una tiene enorme valor!
- Entonces este mundo y aquél son muy diferentes, ¿no?
- Allí, cada pequeña cosa proporciona felicidad. Cada roce es valioso. ¡Sentimos una enorme alegría por el simple hecho de tocarnos, de estar juntos! Nadie sueña con llegar a ser porque cada uno ya es.
- ¿Qué es lo que más le chocó en su primer viaje a Europa?
- Vi correr a la gente por el aeropuerto.. . ¡En el desierto sólo se corre si viene una tormenta de arena! Me asusté, claro…
- Sólo irían a buscar las maletas, ja, ja…
- Sí, era eso. También vi carteles de chicas desnudas: ¿por qué esa falta de respeto hacia la mujer?, me pregunté… Después, en el hotel Ibis, vi el primer grifo de mi vida: vi correr el agua… y sentí ganas de llorar.
- Qué abundancia, qué derroche, ¿no?
- ¡Todos los días de mi vida habían consistido en buscar agua! Cuando veo las fuentes de adorno aquí y allá, aún sigo sintiendo dentro un dolor tan inmenso…
- ¿Tanto como eso?
- Sí. A principios de los 90 hubo una gran sequía, murieron los animales, caímos enfermos… Yo tendría unos doce años y mi madre murió… ¡Ella lo era todo para mí! Me contaba historias y me enseñó a contarlas bien. Me enseñó a ser yo mismo.
- ¿Qué pasó con su familia?
- Convencí a mi padre de que me dejase ir a la escuela. Casi cada día yo caminaba quince kilómetros. Hasta que el maestro me dejó una cama para dormir, y una señora me daba de comer al pasar ante su casa… Entendí que mi madre estaba ayudándome…
- ¿De dónde salió esa pasión por la escuela?
- De que un par de años antes había pasado por el campamento el rally París-Dakar y a una periodista se le cayó un libro de la mochila. Lo recogí y se lo di. Me lo regaló y me habló de aquel libro: El Principito. Yo me prometí que un día sería capaz de leerlo…
- Y lo logró.
- Sí. Y así fue como logré una beca para estudiar en Francia.
- ¡Un tuareg en la universidad. ..!
- Ah, lo que más añoro aquí es la leche de camella… Y el fuego de leña. Y caminar descalzo sobre la arena cálida. Y las estrellas: allí las miramos cada noche, y cada estrella es distinta de otra, como es distinta cada cabra… Aquí, por la noche, miráis la tele.
- Sí… ¿Qué es lo que peor le parece de aquí?
- Tenéis de todo, pero no os basta. Os quejáis. ¡En Francia se pasan la vida quejándose! Os encadenáis de por vida a un banco y hay ansia de poseer, frenesí, prisa… En el desierto no hay atascos ¿y sabe por qué? ¡Porque allí nadie quiere adelantar a nadie!
- Reláteme un momento de felicidad intensa en su lejano desierto.
- Es cada día, dos horas antes de la puesta del sol: baja el calor, y el frío no ha llegado, y hombres y animales regresan lentamente al campamento y sus perfiles se recortan en un cielo rosa, azul, rojo, amarillo, verde…
- Fascinante, desde luego…
- Es un momento mágico… Entramos todos en la tienda y hervimos té. Sentados, en silencio, escuchamos el hervor… La calma nos invade a todos: los latidos del corazón se acompasan al pot-pot del hervor…
- Qué paz…
- Aquí tenéis reloj, allí tenemos tiempo.
Fuente artículo: La Vanguardia
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